Prueba Ford C-Max 2.0 TDCi 140 Powershift Titanium: entre dos mundos

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Prueba realizada por Gabriel Esono

El lanzamiento del Ford C-Max, en 2003, supuso la primera incursión de la marca americana en el mundo de los monovolúmenes compactos.

Tras un ligero restyling, llevado a cabo hace un par de años, había llegado el momento de renovar sus líneas y, de paso, la plataforma y la oferta de motores.

La llegada de la segunda generación del Ford C-Max trae consigo no sólo todo esto, sino una duplicación de la oferta de carrocerías, que ahora cuenta con el Grand C-Max o, lo que es lo mismo, con la posibilidad de elegir hasta 6 seres queridos con los que viajar y la comodidad de las puertas traseras correderas.

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El Ford C-Max a secas es, sin embargo, un coche más convencional que el Grand C-Max, pero también más osado que su antecesor.

Camufladas bajo unas líneas mucho más inspiradas que las del modelo al que sustituye, las nuevas formas del monovolumen de Ford contienen mejoras a todos los niveles, que se van a ir desgranando en los diferentes apartados de esta prueba.

Lo que está por ver es si todo el trabajo realizado por la firma del óvalo bastará para hacer frente a una competencia especialmente feroz.

Desde el pionero Renault Scénic hasta el peculiar Peugeot 3008 (¿has leído la prueba?), una especie de crossover que pronto contará con una versión híbrida y todo, pocas son las marcas generalistas que no ofrezcan su propia visión de cómo debe ser un familiar con envoltorio monocuerpo.

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Ahí está Citroën, con su C4 Picasso (éste también pasó por nuestras manos), o los SEAT Altea (el Altea XL Ecomotive que probamos era un mechero). Y eso, sólo por nombrar los que sólo tienen 5 plazas, porque la lista se puede alargar sin rubor con el caro Volkswagen Touran, el exótico Mazda5 (con el que el C-Max comparte plataforma), el Toyota Verso, el veteranísimo Opel Zafira o el Peugeot 5008 (aquí explicamos qué tal va), clon del Citroën Grand C4 Picasso.

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La gama de motores del Ford C-Max está lejos de poder considerarse prestacional. El tope en cuanto a potencia lo representa el 1.6 Ecoboost, un propulsor de gasolina de nueva generación que incorpora todos los elementos necesarios para presumir de un alto rendimiento y unos consumos relativamente contenidos, es decir, turbo, inyección directa y distribución variable.

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Sin embargo, si tenemos en cuenta que lo que tenemos entre manos es un monovolumen, muy poderoso tendría que ser ese motor para no sonrojarse ante las elevadas dosis de par que ofrece el 2.0 TDCi, ya sea la versión de 140 CV que traemos a esta prueba, y ya no te digo la aún más potente, que entrega 163 CV.

Hermana gemela del bloque 2.0 HDi que el Grupo PSA está montando en las gamas de Citroën y Peugeot, la mecánica 2.0 Duratorq habitualmente se ha distinguido por ofrecer un punto más de nervio que el de sus homólogos franceses, a los hasta ahora se les reconocía una cierta falta de carácter camuflada de suavidad.

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Con la adaptación a la normativa antipolución EU5, parece que la diferencia entre éste y los otros es algo menor, pero sigue habiéndola, y la respuesta al acelerador, sin ser vertiginosa, sí puede considerarse más satisfactoria. Como buen diésel, antes de las 1.750 rpm ya ofrece una buena dosis de par y su rango útil es bastante amplio.

En lo que se refiere a los consumos, la marca asegura que se puede una media de 5,6 l/100 km, cifra que en nuestro recorrido de prueba alcanzó los 8,7 l/100 km. Sin ser un valor desmedido, sí se ha alejado del dato oficial más de lo acostumbrado.

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El que aporta una gran ayuda en este sentido es el cambio Powershift opcional. Hasta que Ford lanzó esta transmisión, cuando había que hablar de una caja de cambios secuencial con doble embrague, la referencia siempre había sido el DSG que el Grupo Volkswagen monta en cualquier coche que se deje. Sin hacer distingos entre la propia Volkswagen, SEAT, Skoda ni Audi (aunque los de Ingolstadt vayan de señoritos y lo llamen S tronic, se trata del mismo cambio), lo cierto es que sea el modelo que sea, el funcionamiento de esta transmisión ha sido siempre objeto de elogio.

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Por eso me ha resultado toda una sorpresa encontrarme con que Ford ha sido capaz de mejorarlo. Habría que apuntarle dos matices a esta osada valoración: la primera, es que un conductor experto logrará aceleraciones algo mejores con el cambio manual. La segunda, es que el motor del Ford C-Max 2.0 TDCi carece, a pesar de su buena respuesta, del carácter casi violento de aquellos ruidosos pero complacientes tetracilíndricos de VAG, equipados con alimentación por bomba inyector. El cambio DSG, pese a su bondadosa actuación, nunca se ha mostrado tan cómodo con ellos como con los 2.0 TSI de gasolina, una diferencia que ahora, con el common-rail, parece haberse suavizado.

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Volviendo al Ford que nos ocupa, la rapidez y suavidad del Powershift no tienen nada que envidiar al DSG y, en combinación con este motor diésel Duratorq, parece que se ha conseguido un equilibrio aún mejor. La diferencia, en cualquier caso, es pequeña, y sólo es realmente perceptible cuando haces aquello que no debería esperarse en un coche familiar como éste, es decir, exprimiendo la aguja del cuentarrevoluciones.

Para redondearlo, un detalle que no tampoco pasa desapercibido: para subir de marchas, hay que tirar de la palanca hacia atrás, justo como lo haces en un BMW y como deberían hacer todas las marcas. De todas formas, la alegría que te llevas al verlo no da para compensar la decepción de no contar con levas en el volante.

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Hasta ahora, cuando nos hemos topado con un monovolumen, sólo ha habido uno que nos sorprendiera a la hora de trazar curvas. Y ése no era otro que el Ford S-Max, el hermano mayor de éste que ves en las fotos.

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Ford asegura que, para la familia compacta, ha desarrollado los ramas paralelas igual que hizo para los modelos más grandes, el Galaxy y el propio S-Max.

Esto significa que en uno, el C-Max, se ha puesto el acento en el dinamismo (no me atrevo a llamarlo deportividad), mientras que el otro, el Grand C-Max, sobre el asfalto es más un monovolumen al uso, con la comodidad y la capacidad en su punto de mira.

Pues el 7 plazas no sé cómo será, pero desde luego con el pequeño lo han bordado. Comparte plataforma con el compacto de la marca, el Ford Focus, de modo que no es de extrañar que su aplomo y la precisión en la trazada sean de lo mejor que uno se puede encontrar en un coche de más de 1,6 metros de altura.

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Sorprende la forma como han conseguido que una carrocería con un centro de gravedad alto se comporte con tanta agilidad, algo en lo que sin duda han contribuido sus elaboradas suspensiones.

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El eje trasero multibrazo tiene mucho que ver en estas apreciaciones. Cuando se hace una sesión de fotos con el coche en movimiento, tendemos a hacerlo «posar» para que se vea mejor cómo se comporta.

Se frena tarde y a fondo, se gira aún más tarde y con un brusco golpe de volante y, cuando el ESP todavía está pensando qué rueda frenar, se acelera a fondo.

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Si un coche es torpe, en el primer punto ya te dice basta, se encienden los intermitentes de emergencia y, por mucho que tú y las ruedas delanteras apuntéis al vértice, sabes que los faros seguirán alumbrando durante alguna fracción de segundo más de la cuenta a esa roca tan simpática.

Esto con el C-Max, no pasa. Sin llegar a ser un coche tremendamente ágil, sí destaca en este apartado frente a la mayoría de modelos de su clase. El SEAT Altea, una buena referencia en este sentido, se queda ahora en una segunda posición que sólo se iguala si le montas las suspensiones deportivas opcionales.

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De las cinco patas con que solemos apuntalar nuestras pruebas, la de mayor peso específico en un monovolumen como el Ford C-Max debería ser precisamente la del habitáculo. A priori parecería que en la firma americana se han puesto las pilas y han diseñado un interior muy vistoso y atractivo.

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El salpicadero, sin ir más lejos, se ha dibujado con una combinación de trazos rectos y curvos, propios de lo que uno podría esperar en una nave satélite del Enterprise. Además, siguen vistiendo la consola central con equipos de sonido opcionales de Sony, un buen detalle para los amantes de las marcas.

Luego empiezas a tocarlo todo y sí, el tacto de las piezas es algo mejor que antes y todo parece razonablemente bien ajustado. Pero en este aspecto Ford sigue teniendo cierto margen de mejora.

En cuanto a la ergonomía del habitáculo, nada que objetar en las plazas delanteras. Es fácil encontrar la posición de conducción correcta y, además, no se tiene la sensación de estar al volante de una furgoneta, con todos los respetos para los vehículos comerciales ligeros.

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Detrás, sin embargo, el panorama cambia bastante. En Ford han querido ser originales y desarrollar un espacio particularmente modular.

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Configurado en origen como un cinco plazas estándar, los asientos traseros pueden adoptar varias posiciones que mejoran sustancialmente la habitabilidad, si sólo van sentadas dos personas.

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Frente a otros modelos, en los que la banqueta y el respaldo posteriores se desplazan longitudinalmente e incrementan, a voluntad del usuario, el espacio para las piernas o el volumen de carga del maletero, en el Ford C-Max es una opción que cuesta 200 € y en la que sólo se mueven los asientos traseros laterales, y lo hacen en diagonal.

Sólo es posible modificar su posición plegando el asiento central, con lo que el monovolumen se convierte en un cuatro plazas con aires de gran berlina de representación. Pero no lo es. Para empezar, porque la plaza central, como decía antes, se pliega, pero no queda oculta. En lugar de ello, nos encontramos con un gran bulto inútil y con metales a la vista entre los dos pasajeros, que no puede usarse como mesilla o apoyacodos ni permite moverse cómodamente por la estancia posterior.

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Tampoco es muy agraciada la forma como queda fijado, con una cuerda elástica enganchada a una de las barras del apoyacabezas delantero. Esto es aplicable a los tres asientos posteriores que, para culminar la escena, obligan a hacer más movimientos de los habituales si queremos anularlos para incrementar el espacio de carga. El volumen del maletero, por cierto, es de 432 litros, una cifra que lo sitúa en el nivel del Peugeot 3008 (432 l) y el Renault Scénic (437 l), por encima del SEAT Altea (409 l) pero por debajo del Citroën C4 Picasso (500 l).

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Un bastidor ejemplar y una caja de cambios de funcionamiento impecable se combinan en el Ford C-Max con un gran motor y un equipamiento muy completo. Por otra parte, el habitáculo ofrece una buena presencia pero con unos ajustes y materiales aún mejorables. Lo que sí es una desventaja con respecto a otros de los modelos que han pasado por nuestras manos es la poco práctica configuración del maletero y de las plazas traseras.

Curiosamente, Ford ha desarrollado un coche que se maneja mejor que muchas berlinas y que cuenta con un espacio habitable muy superior a éstas. En cambio, cuando se trata de comparar con uno sus rivales reales, su composición interior es un punto menos práctica de lo habitual en un monovolumen.

Los precios del Ford C-Max manejan un rango muy competitivo, que empieza en los 17.900 € y culminan en los 25.250 €, que es lo que cuesta la que de momento es la versión tope de gama que tenemos aquí, el C-Max Titanium con el motor 2.0 TDCi 140 y cambio Powershift. Sin éste, el precio es 1.500 € inferior.

Entre los equipamientos de serie, esta versión incluye climatizador automático, elevalunas traseros eléctricos y radio-CD con entrada USB, Bluetooth y control por voz, que Ford denomina V2C.

Luego nos encontramos con una lista razonable de equipamientos opcionales a precios que, en general, son igualmente razonables. La radio Sony con 9 altavoces, por ejemplo, cuesta en los Titanium 250 €, y si queremos lo más de lo más, el navegador de la misma marca puede ir con cámara de visión trasera, todo por 1.050 €.

Los cristales traseros oscurecidos (200 €) más la llave inteligente (300 €) son otros de los accesorios individuales disponibles, que se suman a los diferentes packs a elegir, como el Paquete Verano (techo panorámico, parabrisas termorreflectante y cortinillas traseras, 800 €), el Paquete Cuero (tapicería de piel, asientos calefactables y el del conductor eléctrico, 1.600 €).

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«Soy joven. Aún lo soy, no cabe duda de ello. No importa que Carlos ya le dé patadas al balón ni que Begoña sepa contar hasta tres. Yo sigo siendo el mismo.

Soy el mismo que llevaba aquel coche. ¿Dónde estará? Era un GTI, creo. ¿O era un VTi? No sé, quizá fuera un XSi. No importa. De lo que estoy seguro es de que el logo 16V brillaba en el portón trasero. Aún lo tengo en la cabeza. Qué susto en aquella curva. Iba deprisa, pero supe esquivar el perro.

Qué bien bien lo pasé con ese coche. El viaje al Algarve solo, las fiestas de San Mateo en Logroño con los colegas, el primer beso con ella, y con ella, y con ella… ¿Qué coche era? No consigo recordar. Sé que era rojo. Eso está claro. Aunque quizá fuera negro. Quién sabe. Qué cosas hice con ese coche. Pero, ¿por qué me ha venido a la cabeza ahora?»

-¡Papá, que se ha puesto verde!
– Niños, no gritéis, que ya sabéis cómo se pone vuestro padre cuando nos vamos de viaje…

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