Prueba BMW Z4 sDrive23i: verás el cielo

Prueba realizada por Gabriel Esono

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El placer, como el pecado, tiene tantas formas como personas son capaces de experimentarlo. Por mucho que ciertos consensos sociales tiendan a agrupar las cosas con las que uno puede llegar a deleitarse y, en consecuencia, separan aquello que no sea considerado placentero, lo que nunca nadie nos podrá quitar es la vivencia única e intransferible que cada uno tiene cuando, por ejemplo, escucha una composición maravillosa o, por qué no decirlo, tiene un orgasmo increíble.

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Hace 10 años que BMW viene dando la lata con la misma insistente pregunta, que repite una vez y otra con cada nuevo coche que lanza al mercado. Desde el lujosísimo Serie 7 hasta el juvenil con pretensiones Serie 1.

Está claro que las sensaciones que busque un acaudalado ejecutivo que pasea con el buque insignia de la firma bávara tendrán normalmente muy poco que ver con el orgullo de manejar la única berlina compacta con tracción trasera que existe en el mercado. En otras palabras, cuesta imaginar a un joven bajarse con una sonrisa de oreja a oreja tras recorrer un tramo ratonero a todo trapo con 6 metros de coche, y menos tras ver llegar a su suegro quemando el embrague de «ese coche tan incómodo que te has comprado, hijo mío».

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El Z4, sin embargo, sí tiene un algo que encandila a todo el que se cruza con él. Por una parte, su afilada silueta tentará al señor a evocar aquellas épocas en las que «se hacían coches de verdad». Por la otra, el chaval es muy probable que piense en todo lo que se puede hacer con un coche como éste, y también en lo que no se debería…
Ya me disculparán las señoras que haya fabulado en clave masculina. En cualquier caso, me encantaría escuchar de alguna los sentimientos que le despierta este roadster de configuración clásica: motor delantero longitudinal que te hace cosquillas en el culo gracias a su tracción trasera.

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Este concepto, tal como lo entiende la BMW moderna, nació con el especialísimo Z1 con carrocería de material plástico, allá por el lejano 1988. Siete años después, se atrevieron a lanzar el Z3, otro biplaza que, al contrario que el primero, había sido concebido para ganar dinero, y no como un objeto de coleccionista. Su modesto planteamiento inicial, con motor tetracilíndrico 1.9 de 140 CV, era un tanto modesto, y aunque un tiempo después llegaron los chicos de M para corregir la situación, no fue hasta la sustitución por el primer Z4 que la casa de Múnich mostró una intención clara de hacer un coche con unas pretensiones más elevadas.

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Y así ha llegado la segunda generación del Z4, que para que no quepa ninguna duda de su solvente planteamiento, empieza su oferta con el sDrive23i, cuyo motor 2.5 de 6 cilindros en línea cuenta con todos los avances de la marca. Renuncia, además, a la tradicional capota de lona para optar por el ya casi irrenunciable techo metálico retráctil. Mercedes-Benz empezó a hacerlo con el SLK, de modo que no había alternativa. De hecho, ambas marcas se encuentran prácticamente solas en un segmento, el de los biplazas de tamaño medio, copado por descapotables como el exclusivo Porsche Boxster con motor central o el radical Honda S2000, al final de su vida comercial y sin solución de continuidad, de momento.

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También se puede contar con el Audi TT Roadster, con el techo flexible como éstos, pero su plataforma derivada del Golf y la posibilidad de elegir entre tracción delantera y total lo separan de la configuración propulsada del resto. El Opel GT, por su parte, es potente, mientras que el Mazda MX-5 es un clásico, pero no nos engañemos, estos dos ejemplos ocupan su propio espacio y es raro que invada en algún sentido el del modelo que probamos en esta ocasión. Y si esto se puede decir de estos dos últimos ejemplos, el espectacular kart austríaco con motor Volkswagen, el KTM X-Bow, lleva la especialización al mundo de la deportividad extrema y sin compromisos.

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El propulsor 2.5 atmosférico de seis cilindros en línea supone la oferta básica de este convertible. BMW es el fabricante que con más obstinación confía en este tipo de construcción mecánica, con la que normalmente consigue encontrar un equilibrio muy satisfactorio entre el refinamiento de la ausencia de vibraciones y unos niveles de potencia, como mínimo, bastante respetables.

Los 2.497 cc de desplazamiento desarrollan 204 CV a 6.400 rpm, una cifra que ya comienza a hacer recomendable leer el manual de instrucciones antes de ponerse al volante. El bloque de magnesio y aluminio cuenta con la inestimable de la distribución variable Doble Vanos, que actúa sobre las válvulas de admisión y las de escape, además del sistema Valvetronic, que se encarga de gestionar la alzada de las primeras para lograr una entrada de combustible a la cámara de combustión más precisa que con la tradicional mariposa de admisión.

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Toda esta parafernalia tecnológica consigue que, al sentarse tras el volante, uno pronto consiga sentirse cómodo. La entrega de potencia es muy lineal y progresiva, y ofrece una respuesta suficiente desde bastante abajo, en parte gracias a su construcción de carrera larga. Sin embargo, a pesar de ser un motor alargado, es a medio y alto régimen donde se encuentra más a gusto y donde más satisface al que lo conduce.
El tacto del cambio, tan duro y preciso como acostumbran los de BMW, invita a hacer un uso intensivo del mismo, algo que se agradece en cualquier circunstancia, pero más aún en conducción deportiva pura y dura ya que, aunque el Z4 sDrive 23i es un coche capaz de alcanzar prestaciones muy elevadas, para mantener un ritmo verdaderamente alto es necesario mantener la aguja del cuentavueltas desde la vertical hacia la derecha.

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En la redacción de Cochesafondo la llegada de este modelo planteó un debate entre los defensores de la placentera aceleración hasta llegar a las 7.000 rpm, y los que prefieren la patada

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concentrada de un motor turbo tetracilíndrico como el 2.0 TSI del Grupo Volkswagen, que hemos probado en coches como el SEAT León FR o el Volkswagen Scirocco.

Como suele ocurrir, nadie resultó claro vencedor, ya que al final la gracia consiste en saber adaptarse a las especiales características de cada uno, pero oír lo que pasa cuando la aguja supera sin miramientos las 6.000 vueltas produce esas cosquillitas en el estómago que sólo los buenos atmosféricos son capaces de generar.

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Una distribución de la masa lo más uniforme posible entre los dos ejes es una de las premisas más comúnmente aceptadas para lograr una estabilidad óptima. En el Z4 sDrive23i, el 51,8 % de sus 1405 kg se apoya sobre las ruedas traseras, un porcentaje que se acerca mucho al que Lexus ha considerado óptimo para su nuevo superdeportivo, el LFA.

Un bajo centro de gravedad y una amplia distancia entre ejes (2.496 mm), a pesar de los largos voladizos, son otros de los elementos que hacen que nos encontremos ante un descapotable que cuenta con muchos de los ingredientes necesarios para dar placer al conducirlo.

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Sólo faltaría hacerlo más ligero para que fuera perfecto, pero las ventajas de contar con un roadster que con una tecla se convierte en coupé obliga a cualquier constructor a crear un chasis reforzado como si de un cabrio cualquiera se tratara, y a la vez cargar en el maletero los paneles y la maquinaria necesarios para convertir en realidad la magia del 2 por 1.

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Éste es el único pero, porque todo lo demás son parabienes. Su comportamiento básico es neutro sea cual sea el tipo de curva en la que nos encontremos. Que es lenta, pues entras con una marcha corta, giras el volante y verás cómo se mete en la trazada con una rapidez pasmosa (la perfecta dirección también pone mucho de su parte en ello). Si es rápida, para que te dé un sobresalto hay que cometer un error de bulto y, aunque así sea, ahí está el control dinámico de estabilidad DSC, que se encarga de hacer el trabajo sucio cuando a las ruedas delanteras o a las traseras les da por cobrar vida propia.

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Ya sé que he dicho que se porta con nobleza, y lo mantengo. Pero no hay que olvidar que se trata de un tracción trasera y, con una coherencia ejemplar, BMW tiene por norma permitir a su conductor decidir el nivel de libertad de su eje posterior, que a la postre es como decidir la independencia de la conducción propia.

Por ese motivo, cuando presionas la tecla en cuestión, has de tener claro que, por ejemplo, una reducción en pleno apoyo tendrá unas consecuencias que has de estar preparado para afrontar. O lo que es lo mismo, este coche hará que tengas ganas de ir a comprar el pan a doscientos kilómetros de tu casa para comprobar cómo va aumentando tu habilidad al volante.

Los frenos funcionan razonablemente bien, con unos discos de 300 mm de diámetro que cumplen con su función sin dar síntomas de desfallecimiento aun con un uso intensivo. Aunque, teniendo en cuenta que en el sDrive30i BMW ha montado delante unos de 330 mm, uno se pregunta cómo habrían funcionado estos frenos en un modelo menos potente y con el mismo equipo de ruedas de serie, 225/45 R17. Pregunta retórica, porque la respuesta es que mucho mejor.

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El camino que hay que seguir para pasar de estar fuera a estar dentro del Z4 es, siendo amable, un poco difícil. La suma de coche bajo y asientos prácticamente pegados al suelo hará que la tentación de enseñarlo excluya a las personas con agilidad reducida y tendencia a la verborrea quejosa.

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Con el techo puesto, la cosa no mejora precisamente, porque la atractiva y afilada estampa de coupé hace que la maniobra de acceso al interior obligue a contorsionar hasta el cuello.
Esta sensación cambia por completo una vez ya estás instalado en el habitáculo. Los asientos deportivos, diseñados específicamente para el roadster-coupé, pueden tener múltiples posibilidades de ajuste (por 748 €), acogen el cuerpo con firmeza y aseguran que, una vez en marcha, sólo tendrás que preocuparte de conducir.

Por ese mismo motivo el diseño del salpicadero sigue la misma tónica que el resto de los modelos salidos de las mesas de diseño de la casa bávara. La limpieza de líneas y número de mandos reducido al mínimo imprescindible aseguran un manejo sencillo. Para algunos pecará de sobrio e incluso habrá quien lo llame soso pero, como todo el resto del coche, cuando te pones en marcha de lo único que te preocupas es de lo que sucede más allá de su alargadísimo y evocador capó delantero. Ni siquiera caes en la cuenta de la calidad percibida de los materiales y de los ajustes, que no merece ninguna crítica.

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En marcha, el sonido del seis en línea es tanto más embriagador cuanto más acercamos la aguja del tacómetro a la zona roja. Desde luego, hacerlo con la calva al viento como yo es aún más gratificante, con la ventaja añadida de que tienes que circular muy deprisa para que el aire llegue a ser realmente molesto, porque dentro del Z4 vas bien protegido.

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El maletero, como no puede ser de otra manera, tiene trampa. Con el techo desplegado, los 310 litros de capacidad oficiales te permiten afrontar un viaje largo en buena compañía a pesar de sus formas irregulares, pero si te apetece disfrutar del sol, que al fin y al cabo es la razón de ser de este coche, es mejor que dejes las maletas en el hotel. Luego no digas que no te lo advertí.

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Tratar de juzgar si merece la pena pagar los 39.900 € que cuesta un coche como éste, de los considerados pasionales, es una tarea baladí. Si tienes el dinero y te gusta, no se me ocurren razones por las que no quedártelo, si no es que necesitas más potencia.

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Por supuesto, la lista de opciones es lo suficientemente extensa como para que jamás corras el riesgo de que alguien te diga que ha visto uno igual que el tuyo. Siempre podrás replicar que «será sólo por el color».

Tienes la suspensión adaptativa M (1.459 €), el cambio automático Steptronic (2.775 €), la dirección de asistencia variable Servotronic (296 €) y varios

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juegos de llantas (entre 488 € y 2.195 €) entre los equipamientos que afectan a la conducción.

El confort de los asientos eléctricos sube hasta los 1.482 €, a los que se le pueden sumar la calefacción (440 €) y, cuando estés delante del comercial de turno, será difícil que le respondas que no a la pregunta de si prefieres el cuero ‘Kansas’ (1.589 €) en vez de la tela de serie.

La pintura metalizada (796 €) o el sistema de navegación «bueno», que BMW denomina ‘Professional’ (3.085 €), son otros de los elementos que pueden elevar la factura prácticamente hasta el siguiente escalón. ¿A qué serías capaz de renunciar con tal de tener uno de éstos?

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Una vez vi en la televisión una entrevista que hacían a un director de cine, en la cual le preguntaban su opinión sobre la Lista de Schindler, la película que Spielberg había estrenado recientemente.

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Su respuesta, a grandes rasgos, fue que los primeros momentos estaba concentrado en los detalles técnicos de la proyección. Que si el montaje por aquí, que si la fotografía por allá, que si los movimientos de cámara por el otro lado, y qué se yo que otras cosas más dijo.

Algo parecido pasa cuando coges un coche y te sientas en él dispuesto a analizar cualquier pequeño detalle. Que si el asiento por aquí, que si los acabados por allá, que si el comportamiento por el otro lado… En fin, eso que has podido leer antes.

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En muchos casos -mejor dicho, en la mayoría de ellos- el propio coche te incita a hacer tu trabajo con la mayor profesionalidad posible. Al fin y al cabo, por mucho marketing que le pongan a la cosa, se trata de productos que siempre tienen aspectos bien realizados y otros que pueden mejorarse.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que, de forma casi involuntaria, te acabas olvidando de los detalles del automóvil para simplemente, conducirlo. El «casi», por supuesto, está escrito con toda la intención.

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El BMW Z4 es uno de esos coches en los que me he descubierto en carreteras muy alejadas de los recorridos estándar.

Soy incapaz de recordar en qué cruce decidí girar en la dirección que no había seguido nunca antes, porque lo único que me preocupaba era encontrar nuevas curvas, nuevos asfaltos que prolongaran el placer de trazar, el placer de acelerar y frenar.

Igual por una vez tendría que ceder ante la habilidad de los magos de la mercadotecnia.

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